martes, 22 de julio de 2014

cartas

Mi abuelo murió la semana pasada. Lo sentí mucho. Estaba muy unido a él. Algo más que el típico cariño fraternal abuelo-nieto. Una suerte de conexión. Algo que me hacía ir a visitarle a su alejado pueblo y llamarle por teléfono bastante más a menudo de lo que se suele entender como contacto de cortesía.

Tenía 98 años y, hasta el final, mantuvo una lucidez y, sobre todo, un optimismo hacia la vida que parecían propios de un veinteañero más que de un anciano. Realmente era así, para él la vida era bonita y vivir, para él, era en sí una dicha. Parecía que le bastara con mirar el cielo azul y al sol para llenarse de alegría.

Mi madre y yo estuvimos varios días en su casa, empaquetando, clasificando, sin saber muy bien para qué hacíamos todo ese trabajo, si por un sentido puramente práctico o, más bien, por un afán de empaparnos de la que había sido su presencia, para emborracharnos de nostalgia.

Entre sus papeles y sus muchas cartas encontré una diferente a las demás.

La carta estaba fechada en León, en octubre de 1929, y decía así.

“Querido mío. ¿Cómo estás? Espero de corazón que bien, que muy bien.

Dios mío. ¡El tiempo pasa tan rápido!

No sé verdaderamente qué decir. He sentido la necesidad de escribirte algunas palabras, de tratar de recordarte, de acordarme de nuestros días juntos. He sentido esa necesidad.

Éramos más jóvenes. Hace ya 8 años. Y yo soy feliz, muy feliz. Amo con todo mi corazón a mi esposo, adoro a mi pequeña Carmela pero, a veces, echo de menos el cielo de Finisterre, nuestros paseos por el puerto, el sentimiento que me enseñaste, que me mostrarte, el sentimiento de que la vida es bella. Amo la vida, amo mi vida y las personas que habitan en ella, pero en ocasiones necesito ayuda para darme cuenta de eso. Echo de menos las lágrimas. Las lágrimas que lo limpian todo, como la lluvia. Sin lágrimas estoy perdida.

Es por eso por lo que te escribo. Porque tu recuerdo es ése. De esperanza, de vida, de tantísima cantidad de vida.

De verdad que lo siento. Seguro que no entiendes nada. No te preocupes. Yo soy así, tengo esta necesidad. Necesidad de recordarte. Aún siendo 8 los años que han pasado. Aún que, probablemente, lo haya idealizado todo. Aún que yo no querría por nada del mundo cambiar mi vida por que soy feliz, soy, en definitiva, dichosa. 

Pero, de tanto en tanto, tengo necesidad de tu recuerdo.

De saber cómo estás, si estás bien o mal; si trabajas, si eres feliz, si tienes problemas. De preocuparme porque parece que no contestes mis cartas. Tengo necesidad de eso. También de contarte que mi hijita es muy grande y muy pequeña al mismo tiempo, que lo que quiero sobre todas las cosas es que ella sea feliz. Que la quiero, la amo…

Y que yo, yo sigo como siempre, yo soy como siempre…

Te echo de menos.

Cuídate.”

La carta estaba firmada por María Berum y, al parecer, mi abuelo no la había contestado o, al menos, no había guardado el borrador que siempre escribía de todas las cartas que mandaba.

En el tren de vuelta a casa comencé a divagar sobre la tal María Berum. La cuestión es que tenía la impresión de haber escuchado ese nombre antes. Al poco de llegar se hizo la luz en mi cerebro, como cuando entiendes el mecanismo de una fórmula matemática y el nuevo camino abierto marcado por la comprensión se queda impreso a fuego en tu entendimiento. La madre de mi mujer, mi suegra, ya fallecida, se llamaba Carmela, y su segundo apellido era Berum. La abuela de mi mujer se llamaba María. María Berum.

En la estación me esperaba mi mujer y mi hija. Sonreí automáticamente al ver a mi pequeña. Siempre con esa mirada luminosa y ese entusiasmo tan propio de ella. Parecía que le bastara con mirar el cielo azul y al sol para llenarse de alegría.

Me apresuré a bajar del tren. Y ya no volví a pensar sobre el asunto.

No hay comentarios: