miércoles, 26 de marzo de 2008

el flaco

El flaco canturreaba una canción, mientras su padre faenaba en el bar, limpiando vasos, reponiendo bebidas, el flaco sólo se sabía de memoria una estrofa, y la iba repitiendo de vez en cuando, como buscando apoyo. Flaco era su apodo, como podía haberlo sido cualquier otro, no era más flaco que la mayoría, pero así le llamaban sus amigos y algún adulto despistado. El flaco se sentía secretamente orgulloso de tener un apodo, se sentía más individualizado y, en cierto modo le daba algo de vergüenza su propio nombre, como si careciese de personalidad o como si se hiciera llamar así, fuera dándose importancia. Prefería que le llamasen Flaco a que le martirizasen insultándolo de forma más reiterativa en tanto en cuanto más le azoraba la burla. Tenía miedo a las burlas y desprecios de sus compañeros ante las que poco sabía hacer, más que parecer más merecedor de ser alguien de quien burlarse y a quien despreciar, o eso pensaba él por aquel entonces. El flaco se encontró un día una flor que volaba atrapada chocando con los cristales del bar y la liberó, dejándola volar libre. El flaco lloraba a menudo, muchas veces sin motivo aparente, o eso pensaba él. El flaco soñaba y leía, leía mucho, se sentía bien cuando leía. El flaco no quería sentirse solo, pero buscaba la soledad, de su cuarto, de sus juegos, de su bicicleta, de sus tebeos, de sus libros, de sus silencios. Quizá lloraba porque no tenía nada porque llorar, porque tenía prisa por vivir, no veía el camino.

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